Ser padre nunca fue un trabajo sencillo y hoy día, con tanta tecnología a mano, surgen nuevas cuestiones. ¿A qué edad mi hijo puede tener móvil?, ¿A qué edad le dejo usar las pantallas?, ¿Durante cuánto tiempo?, ¿Hay que poner límites o lo que él considere?, y un largo etcétera que hoy asola a los padres.
Con este artículo no pretendemos hacer una crítica o impartir un modelo de cómo uno ha de ser padre, ni muchísimo menos, si no señalar algunos aspectos que inviten a poder pensar y darnos cuenta de detalles que a veces pasan desapercibidos.
La pantalla como consolador
Es impresionante cómo una pantalla puede provocar que un niño pase del llanto o la actividad al embobamiento. Cuando uno lo ve desde fuera, como observador, es impactante. Realmente, es como si existiese el genio de la lámpara mágica y el silencio vuelve a imperar en casa (en el metro, la calle, el restaurante, el coche).
A veces por desesperación, otras por agotamiento, otras por comodidad y otras por…, se le acaba poniendo la pantalla al niño cuando empieza a quejarse, a llorar, a demandar, a inquietar al adulto.
Cuando esto se acaba convirtiendo en una solución habitual es importante que nos detengamos a pensar que estamos dándole a la pantalla el valor de un consolador, es decir, de un abrazo, de una palabra dulce, de escuchar qué es lo que está demandando con tanta inquietud o de qué es lo que nos quiere decir con su actitud. Que una pantalla, algo que no da respuesta ni calma, ni da soporte emocional, se convierte en el consolador tenemos que traducirlo como «el silenciador» del niño. No se le ayuda a construir su mundo emocional, se le pone en stand by hasta nuevo aviso.
La pantalla como fin del aburrimiento
¿Acaso tiene algo de malo aburrirse? Desde hace unos años los niños tienen unas agendas más completas que las de sus padres, llenas de actividades extraescolares que no les deja ningún espacio para aburrirse, para estar, para procesar y elaborar lo vivido, lo aprendido en el día.
Lo mismo sucede con las pantallas. Ante ese reclamo que a veces es tan habitual de «¡me aburro!» y como pensarán muchos «Ya se pone pesadito y no me deja en paz», la pantalla vuelve a ser un momento socorrido.
El aburrimiento es absolutamente necesario en la vida del niño pues es generador de creatividad, da la posibilidad de inventar juegos y desplegar situaciones que incluso le pueden llevar a dar vida a cualquier objeto inanimado.
Esto no quiere decir que tengas que ponerte tú a entretener al niño o a desarrollar un juego con él, que si te apetece está fenomenal, si no que es importante también que un niño pueda jugar solo y entretenerse solo.
La pantalla en lugar del juego
Si antes era «cuando acabes los deberes puedes jugar», ahora es «cuando acabes los deberes puedes ver…».
La pantalla entretiene pero de forma pasiva, él no crea nada, todo viene dado por ese montón de estímulos que le dejan solo como receptor. Por tanto, tampoco hay espacio para la elaboración, la creatividad, el desarrollo emocional o cognitivo, etc.
El juego es un modo de entretenimiento activo pues se convierte en el creador de cualquiera de las situaciones que se imagine. Tenemos un interesante artículo donde ya hablamos de la importancia del juego para su propio desarrollo.
La pantalla como espejo del autoestima
En muchas ocasiones nos encontramos con adolescentes en los que las pantallas, en concreto las redes sociales, se han convertido en la forma en la que se muestran y se crean una imagen de sí mismos.
Muchos de ellos sienten que si no reciben un número de «me gustas» concretos en sus publicaciones, ni qué decir en sus fotografías, si no reciben determinados comentarios, son poco amados y poco válidos.
La pantalla como medio exclusivo para relacionarse
En la consulta nos encontramos con púberes y adolescentes que se relacionan únicamente a través de la pantalla con los demás, siendo retraídos e incluso aislándose en las aulas. Sin embargo, a través del mundo online, se pueden relacionar con otras personas como si no hubiera dificultad alguna.
Detrás de este hecho puede haber múltiples razones. Una de ellas es que, tal y como todos hemos vivido en estos últimos años, lo virtual no tiene nada que ver con lo presencial. En lo presencial se pone en juego el cuerpo, nuestros gestos, nuestro aspecto, nuestro sentir. En lo virtual uno puede poner filtros, otra fotografía, un avatar, borrar lo escrito… infinitas cosas que nos salvaguardan y que nos permiten mostrar solo lo que queremos que los demás vean.
Cuando esto sucede nos toca hacernos una pregunta ¿qué le pasa a mi hijo?